Sólo hay dos cosas seguras en la vida de cualquier humano, que un día se nace y otro se muere. Lo que ocurra entremedio, es responsabilidad de cada uno. No entremos en vidas pasadas, reencarnaciones, evolución del alma y todas estas cosas.
En nuestra cultura y sociedad, la muerte es un tema tabú. No lo es en muchas otras culturas, y si hacemos el acto de humildad y aprender de ellas, descubriremos muchas cosas, una de ellas, ser conscientes de saber que un día simplemente dejaremos éste plano, es la mejor herramienta para convertirnos en mejores seres humanos e interactuar de forma mas coherente con nuestro entorno.
Hoy vengo con el fragmento final del libro «El sutil arte de que (casi todo) te importe una mierda» de Mark Manson. Se lo remití a una persona que me comentaba que tenía mucho vértigo. Os aseguro que esta historia trae consigo mucho vértigo y algo mas 😉 Al leerlo por primera vez todo mi cuerpo se estremeció. ¿Deseas adentrarte en una lectura que no te dejará indiferente?
¡Disfruta de la experiencia! 🙂
La cara amable de la muerte
Voy pisando de una a otra roca, escalando a buen ritmo; los músculos de mis piernas se estiran y me causan dolor. En ese estado de trance que se produce con el esfuerzo físico repetido, me voy acercando a la cima. El cielo se vuelve amplio y profundo. Estoy solo. Mis amigos se hallan bastante más bajo, tomando fotografías del océano.
Finalmente, trepo sobre una roca pequeña y la vista se abre por completo. Desde aquí puedo observar el horizonte infinito. Me siento como si estuviera mirando la orilla del a Tierra, donde el agua se funde con el cielo, azul sobre azul. El viento zumba sobre mi piel. Miro hacia arriba, es brillante. Es hermoso.
Estoy en el cabo de Buena Esperanza, en Sudáfrica, considerado alguna vez como la punta sur de África y el punto más meridional del mundo. Es un lugar agitado, lleno de tormentas y aguas traicioneras. Un lugar que ha visto pasar siglos de comercio y de esfuerzo humano. Irónicamente un lugar de esperanzas perdidas.
Hay un dicho en portugués: Ele dobra o Cabo da Boa Esperança. «Él está rondando el cabo de Buena Esperanza». Irónicamente significa que una persona se halla en su etapa final, incapaz de realizar nada más.
Esquivo las rocas hacia el azul; permito que su vastedad inunde mi campo visual. Estoy sudando frío. Emocionado pero nervioso. ¿Es esto todo?
El viento golpea mis oídos. No escucho nada, pero puedo ver el borde, donde la roca se funde con el olvido. Me detengo y permanezco de pie por un momento, a varios metros de distancia. Abajo puedo ver el océano, que resbala y produce espuma contra los acantilados que se extienden por kilómetros a cada lado. La marea pega con furia contra las paredes impenetrables. Más al fondo, hay una escarpada caída de al menos 50 metros.
A mi derecha, los turistas se alinean por todo el paisaje de hormigas. A mi izquierda se ubica Alisa. Frente a mí se encuentra el cielo y detrás de mí está todo lo que alguna vez soñé y que traigo conmigo.
¿Y si esto es todo? ¿Y si esto es todo lo que hay?
Miro a mi alrededor. Estoy solo. Doy el primer paso hacia el borde del acantilado.
El cuerpo humano parece venir equipado con un radar natural contra situaciones que pueden conducirte a la muerte. Por ejemplo, cuando te acercas a tres metros de distancia en el acantilado, que no tiene una barandilla protectora, te invade una cierta tensión en el cuerpo. Se te endurece la espalda, la piel se te eriza. Tus ojos se hiperenfocan en cada detalle que te rodea. Sientes los pies hechos de cemento. Como si un imán invisible y gigante atrajera con suavidad tu corpulencia para ponerla a salvo.
Pero lucho contra el imán. Arrastro mi pie hecho piedra más cerca del borde.
A metro y medio, tu mente se une a la fiesta. Ahora puedes ver no solo la orilla del acantilado sino también hacia abajo de él, lo que induce una serie de visiones indeseadas de caer y seguir cayendo hasta llegar a una muerte acuática. Como si tu mente estuviera diciéndote: «Estás peligrosamente cerca. Amigo, ¿qué estás haciendo? Deja de moverte. Detente».
Le ordeno a mi mente que se calle y continúo acercándome con lentitud.
A un metro, tu cuerpo se pone en alerta roja máxima. Ahora estás a un trastabilleo de acabar con tu vida. Sientes que una ráfaga fuerte de viento podría lanzarte hacia la eternidad azul que forman el cielo y el agua. Te tiemblan las piernas, igual que las manos. Igual que tu voz, en caso de que necesites recordarte que no estás a punto de caer en picado hacia tu muerte.
Ese metro de distancia es el límite absoluto para la mayoría de la gente. Estás suficientemente cerca como para inclinarte hacia adelante y ver el fondo, pero aún estás suficientemente lejos como para sentir que no te expones a un riesgo real de matarte. Pararse tan cerca del borde de un acantilado, incluso de uno tan hermoso e hipnotizante como el cabo de Buena Esperanza, induce una embriagadora sensación de vértigo, y amenaza con hacerte regurgitar tu comida más reciente.
¿Es esto todo? ¿Es esto todo lo que hay? ¿Sabré ya, realmente, todo lo que habré de saber?
Doy otro minipaso y luego otro. Estoy a sesenta centímetros. La pierna que tengo delante empieza a temblar conforme cargo el peso de mi cuerpo en ella. Sigo adelante. Contra el imán. Contra mi mente. Contra todos mis mejores instintos de supervivencia.
Treinta centímetros. Estoy mirando directo hacia abajo del acantilado. Me entran unas ganas súbitas de llorar. Mi cuerpo, de manera instintiva, se echa para atrás, se protege contra algo imaginado e inexplicable. El viento llega en ráfagas. Los pensamientos surgen como ganchos al hígado.
A treinta centímetros de distancia sientes como si estuvieras flotando. Salvo cuando miras hacia abajo, lo demás se percibe como si formaras parte del cielo mismo. En ese momento casi esperas caerte, de hecho.
Me agacho un momento, recupero el aliento y ordeno mis pensamientos. Me obligo a mirar al agua que pega contra las rocas por debajo de mí. Entonces, vuelvo a mirar allá abajo, que toman fotos, que abordan el autobús; pienso en la poco probable casualidad de que alguien me esté mirando a mí. El deseo de atención es tremendamente irracional. Lo mismo que todo esto. Es imposible que alguien logre verme hasta aquí arriba, obviamente. Y aunque no lo fuera, no hay nada que esas personas a lo lejos pudieran decir o hacer.
Lo único que escucho es el viento.
¿Es esto todo?
Mi cuerpo se estremece, el temor se torna eufórico y cegador. Concentro mi mente y trato de no pensar; intento meditar. Nada logra hacerte más consciente de tu presente, ni te da tal claridad mental como estar a unos cuantos centímetros de tu propia muerte. Me enderezo y vuelvo a mirar a la lejanía, me doy cuenta de que estoy sonriendo. Me recuerdo que está bien morir.
Ese enfrentamiento voluntario, e incluso exuberante, con la propia mortalidad tiene raíces antiguas. Los estoicos de la antigua Grecia y Roma recomendaban a las personas que tuvieran presente la muerte en todo momento, de modo que apreciaran más la vida y se mantuvieran humildes frente a las adversidades. En varias formas del budismo, la práctica de la meditación a menudo se enseña como un medio para prepararse para la muerte, mientras te mantienes vivo. Disolver el ego en esa nada expansiva -alcanzar el estado iluminado del nirvana- constituye un ensayo para soltarse uno mismo y cruzar al otro lado.
Incluso Mark Twain, aquel tipo bobalicón y peludo que vino y se fue en el cometa Halley, dijo: «El temor a la muerte deriva del temor a la vida. Un hombre que vive plenamente está preparado para morir en cualquier momento».
De vuelta al acantilado, me agacho y echo la espalda hacia atrás. Pongo las manos por detrás en el suelo y lentamente me voy sentando. Deslizo una pierna de manera gradual sobre el borde del acantilado. Hay una pequeña roca que sobresale, descanso ahí mi pie. Luego deslizo mi otro pie hacia el borde y lo detengo en la misma roca. Permanezco sentado ahí un rato, apoyado sobre las palmas, dejando que el viento despeine mi cabello. La ansiedad ahora es soportable, siempre y cuando me mantenga centrado en el horizonte.
Después me siento derecho y de nuevo miro hacia abajo del acantilado. El miedo vuelve a recorrerme la columna, electrifica mis extremidades y me proporciona con precisión de láser las coordenadas exactas de cada centímetro de mi cuerpo. En algunos momentos el miedo se torna sofocante, pero cada vez que sucede, aclaro mispensamientos, centro mi atención en el fondo del acantilado debajo de mí, me obligo a considerar mi destino potencial y luego simplemente percibo su existencia.
Estaba ahora sentado en la orilla del mundo, en el punto meridional de la esperanza, en la puerta al Este. La sensación resulta impresionante. Puedo sentir la adrenalina que bombea a través de mi organismo. Permanecer tan quieto y tan consciente nunca resultó tan emocionante. Escucho el viento, veo el océano y miro hacia los confines de la Tierra, luego sonrío con la luz, todo lo que toca es bueno.
Es importante afrontar la realidad de nuestra propia mortalidad porque elimina por completo todos los valores frágiles, superficiales y mediocres de la vida. Mientras a muchas personas se les va la vida intentando ganar un dólar más o un poco más de fama y atención o un poco más de certeza sobre si estarán en lo correcto o si las aman, la muerte nos plantea a todos una pregunta mucho más dolorosa y trascendente: «¿Cuál es tu legado?».
¿Cómo será diferente y mejor el mundo cuando nos hayamos ido? ¿Qué huella habrás dejado? ¿Qué influencia habrás causado? Dicen que una mariposa que bate sus alas en África puede causar un huracán en Florida; entonces, ¿qué huracanes dejarás en tu funeral?
Como Becker señalaba, esta es sin duda la única pregunta de verdad importante en tu vida. Y, aun así, evitamos pensar en ella. Primero, porque es difícil. Segundo, porque genera miedo. Tercero, porque no tenemos ni puñetera idea de lo que estamos haciendo.
Cuando evitamos esta pregunta, dejamos que los valores triviales y odiosos tomen como rehenes a nuestros cerebros y que asuman el control de nuestros deseos y nuestras ambiciones. Si no reconocemos la siempre presente mirada de la muerte sobre nosotros, lo superficial parecerá importante y lo importante parecerá superficial. La muerte es lo único que podemos saber con certeza, y como tal, debe ser el compás a través del cual orientemos nuestros otros valores y decisiones. Es la respuesta correcta a todas las preguntas que deberíamos formular, pero que nunca nos atrevemos. La única forma de sentirse cómodo con la muerte es entenderla y verla como algo más grande que tú; elegir valores que vayan más allá de servirte a ti, valores simples, inmediatos, controlables y tolerantes al caótico mundo que te rodea. Esta es la raíz de la felicidad.
Ya sea que escuches a Aristóteles o a los psicólogos de Hardvard, o a Jesucristo o a los malditos Beatles, todos sostienen que la felicidad proviene de una sola fuente: que te importe algo más grande que tú mismo, creer que eres un componente que contribuye a una entidad superior, que tu vida es tan solo el proceso secundario de una producción ininteligible mucho mayor: Este sentimiento es lo que lleva a la gente a las iglesias, es por lo que se pelea en las guerras, por el que se crean familias y se ahorran pensiones, por el que se construyen puentes y se inventan teléfonos móviles; por este fugaz sentido de formar parte de algo mayor y más desconocido que ellos mismos.
Sentirse con derecho a todo nos arrebata eso. La gravedad de sentirse con derecho a todo succiona toda la atención hacia el interior, hacia nosotros mismos; causa que pensemos que nosotros estamos en el centro de todos los problemas del universo, que nosotros somos los únicos sufriendo todas las injusticias, que nosotros somos quienes merecemos la grandeza sobre todos los demás.
Tan seductor como es, el sentirse con derecho a todo nos aísla. Nuestra curiosidad y emoción por el mundo se vuelca sobre uno mismo y refleja nuestros propios prejuicios y proyecciones sobre cada persona que conocemos y cada evento que experimentamos. Esto parece sensual y tentador; y puede sentar bien por un rato y vender muchas entradas, pero es veneno espiritual.
Son estas dinámicas las que ahora nos afligen. Estamos muy bien acomodados en términos materiales y, sin embargo, muy atormentados psicológicamente por problemas menores y superficiales. La gente renuncia a toda responsabilidad; demanda que la sociedad se acomode a sus sentimiento y sensibilidades. La gente se aferra a certidumbres arbitrarias y trata de forzarlas sobre los demás, a menudo de manera violenta, en el nombre de alguna causa inventada. Las personas se llenan de aires de superioridad moral y caen en la inacción y en el letargo por miedo a intentar algo que merezca la pena y fracasar.
Complacer en todo a las mentes modernas ha tenido por resultado una población que se siente merecedora de algo sin habérselo ganado, una población que siente que tiene el derecho a algo sin sacrificarse por ello. Las personas se declaran expertas, emprendedoras, inventoras, innovadoras, inconformistas y entrenadoras sin ninguna experiencia en la vida real. Y lo hacen no porque crean de verdad que son mejores que cualquier otra, lo hacen porque sienten que necesitan ser mejores para ser aceptadas en un mundo que solamente difunde lo extraordinario.
La cultura de hoy confunde gran atención con gran éxito; asume que ambos conceptos son lo mismo. Pero no lo son.
Tú eres grandioso. Ya lo eres. Aunque te des cuenta o no. Aunque los demás se den cuenta o no. Y no es porque lanzaste una aplicación para iPhone o terminaste un año antes la universidad o te compraste un yate increíble. Estas cosas no definen la grandeza.
Tu ya eres grandioso porque, ante una confusión interminable y la muerte inminente, continúas eligiendo a qué darle importancia y qué debe importante una mierda. Este simple hecho, esta simple elección de tus propios valores en la vida, ya te convierte en alguien hermoso, ya te convierte en alguien exitoso y ya te convierte en un ser amado. Incluso si tú no te das cuenta. Incluso si estás durmiendo en una alcantarilla y te mueres de hambre.
Tú también vas a morir y será porque, también, fuiste lo suficientemente afortunado como para haber vivido. Puede que no lo sientas, pero ve y plántate en un acantilado alguna vez y quizá lo percibas.
Bukowski una vez escribió: «Todos vamos a morir, todos nosotros. ¡Qué circo! Debería bastar con eso para amarnos los unos a los otros, pero no es así. Nos aterrorizan y aplastan las trivialidades de la vida; nos devora la nada».
Al evocar en retrospectiva aquella noche en el lago, cuando vi cómo los paramédicos sacaban del agua el cuerpo de mi amigo Josh, recuerdo haber fijado la vista en la negra noche tejana y ver mi ego disolverse en ella. La muerte de Josh me enseñó mucho más de lo que inicialmente creí. Si, me ayudó a aprovechar el día, a asumir la responsabilidad de mis elecciones y a perseguir mis sueños con menos vergüenza e inhibición.
Pero esos fueron los efectos secundarios de una lección mucho más profunda, más primaria. Y la lección primaria es esto: no hay nada que temer. Nunca. Y recordarme repetidamente mi mortalidad, a través de los años -ya sea a través de la meditación, de leer filosofía o de hacer cosas locas como ponerte de pie en el punto más alto de un acantilado en Sudáfrica-, es lo único que me ha ayudado a mantener esta consciencia en el punto focal de mi mente. Esta aceptación de mi muerte, esta comprensión de mi propia fragilidad ha hecho todo más fácil -desarraigar mi adiciones, identificar y afrontar el sentirme con derecho a todo, asumir la responsabilidad de mis propios problemas; sufrir por mis miedos e incertidumbres, aceptar mis fracasos y los rechazos-, todo ha sido más ligero gracias a la consciencia de mi propia muerte. Cuanto más me asomo a la oscuridad, más brillante se vuelve la vida, más quieto se vuelve el mundo y menos siento esa resistencia inconsciente a.., bueno…, a todo.
Permanezco sentado aquí en el cabo durante unos minutos, me lleno de todo a mi alrededor. Cuando finalmente decido ponerme de pie, pongo las manos detrás de mí y me impulso. Lentamente, me incorporo. Reviso el terreno bajo mis pies, me aseguro de que no haya una piedra suelta lista para sabotearme. Habiendo confirmado que estoy a salvo, comienzo a caminar de regreso a la realidad -un metro, tres metros-, mi cuerpo se va restaurando a cada paso. Mis pies se sienten más ligeros. Dejo que el imán de la vida me atraiga hacia él.
Conforme voy sorteando unas piedras de regreso al camino principal, levanto la mirada y me encuentro con un hombre que me observa. Me detengo y hago contacto visual con él.
-¡Ehh!, te vi sentado en el borde, allá arriba -dice.
Su acento es australiano. La palabra «allá» emana de su boca con torpeza. Apunta hacia la Antártida.
– Si, la vista es fenomenal, ¿verdad?
Estoy sonriendo, él no. Me mira muy serio.
Restriego las manos contra los pantalones cortos, mi cuerpo aún vibra por la experiencia vivida. Hay un silencio incómodo.
El australiano se queda sin decir nada, perplejo, aun mirándome, claramente buscando qué decir a continuación. Después de un momento, ordena de manera cuidadosa las palabras.
– ¿Estás bien? ¿Cómo te sientes?
Me tomo mi tiempo para contestar, aun sonriendo.
– Vivo. Muy vivo.
Su escepticismo se rompe y una sonrisa ocupa su lugar. Asiente ligeramente y sigue por el camino. Yo me quedo donde estoy, un poco más arriba, absorbiendo la vista, esperando a que mis amigos lleguen a la cima.
Vaya post el de hoy… Yo tan valiente y arriesgada siempre, por momentos paraba la lectura. No pude leer de corrido el trayecto a partir de los tres metros. Mucho menos lo que siguió. Claro, una vez que rozas esos límites, luego no puedes no sentirte viva.
Imagino sus latidos…
Te animo a leerte el texto hasta el final. No sufras que no te vas a caer por ningún acantilado mientras lo leas 😉
Lo leí , lo leí… no lo pude leer de una vez. Tuve que frenar pero terminé leyendo todo. Los latidos que escuchaba eran los suyos y creo que los míos. Ansío la muerte que se desliza para cuando me llegue el día y me pregunto: será así siempre? Mueras de la forma que mueras? Tuve la experiencia de ir con un autobús por el borde del precipicio y me tapé los ojos. Como hoy. Cerré por momento los ojos hasta que los abrí definitivamente. Definitivamente hasta terminar el texto, claro. Voy a bajar el libro. Gracias.
¡Un placer! 🙂
Vivificante y estremecedora lectura… en la que he tenido que detenerme varias veces.Uff.
Sin miedo no hay límites. Sin límites, no hay control. Sin control no hay límites, y sin límites no hay miedo ?
No dejes de escribir!
Un abrazo de energía
Alquimia, muchas gracias! qué puntazo de artículo, sobre el tema escogido en cuestión del libro de Manson y por el desarrollo específico que le has dado. Felicidades! me ha hecho muy feliz leerte 🙂
Acabo de bajarme el texto de Manson y solo ver el índice me da que es un hachazo figurativo al ego y al «porque yo lo valgo» y me encantan estas sacudidas en diagonal de las tendencias actuales que ya están fraguando individualismos y atomicismos más letales que una bomba atómica
La descripción sobre la muerte allá arriba me convierte indiscutiblemente en colega del tio, alguien que con una sola mirada comunica. Esas miradas no se encuentran habitualmente. Así que gracias de nuevo por la oportunidad de haber conocido a alguien que ni siquiera vive pero habla de la muerte con la misma emoción que yo la vivo.
Pyro
Gracias a ti! 🙂 Disfruta de la lectura! ya dirás qué tal! 😀
Y si te dijera que es un post para leer más de una vez y (si y solo si) tenerlo siempre a mano. ¿Y el libro? Claro, mucho más. ¿No quieres o no puedes leer el libro? Pues el post ya vale en si mismo.
Gracias de nuevo. Esta vez lo leí de corrido y me volví a estremecer.
Buen domingo
Muchas gracias, tu respuesta también me estremece 😉